viernes, noviembre 23, 2007

Lesbianas y ley heteronormativa. La violencia del silencio


Pensar en cuerpos concretos, en la carne, en el dolor que provoca la norma, en las heridas que se abren por la palabra hegemónica. Y así van apareciendo, de a poquito, de a una:

Lesbianas que deciden que su vida no tiene sentido, lesbianas a las que les arrojan cosas por la calle por llevar algún icono de su opción sexual, lesbianas que soportan en la mudez los chistes heterosexistas de sus compañeros de trabajo, lesbianas que son echadas de sus trabajos por ser lesbianas, lesbianas que son tratadas como enfermas por su familia, lesbianas que son sutilmente re-orientadas a la heterosexualidad por sus amistades, lesbianas que ni siquiera son contratadas en un trabajo porque expresan corporalmente otras formas de vivir el género, lesbianas peludas que les niegan entrar a una pileta, lesbianas que son acosadas sexualmente en trabajos precarios, lesbianas que no toleran ser llamadas de esa manera por la carga revulsiva de esa palabra, lesbianas que viven toda su vida sexual y amorosa en secreto.

No somos una minoría, no somos la excepción que viene a confirmar la regla, no somos representantes de las lesbianas. Somos cuerpos de carne sensible que toman la palabra para hacer de nuestras vidas lugares habitables.

Somos cuerpos que la ciencia médica y muchos otros discursos sociales, a partir de la inspección de nuestros genitales en el nacimiento, nos asignaron como “mujeres”. El binarismo de género es una poderosa máquina que produce solamente dos tipos de cuerpos considerados humanos con diferentes jerarquías: varones si tienen pene y mujeres si tienen vagina. Cada cuerpo deberá corresponder con las demandas del género que le corresponde: a los varones ser masculinos, fuertes, dominantes, racionales, independientes, etc; a las mujeres, quienes están en una relación asimétrica con respecto al otro género, deberán ser: femeninas, bellas, serviciales, dóciles, sensibles, dependientes, madres. Cada institución del Estado por la cual transitamos, junto con el cine, la literatura, la televisión, se encargan de enseñarnos todo esto; aprendizaje que se instala fundamentalmente en la materialidad de los cuerpos.

Pero como el género es una sofisticada tecnología que fabrica cuerpos sexuados (es decir, varones y mujeres), también fabrica el deseo adecuado: el heterosexual (deseo incluso alentado por Dios mismo).

El ensamblaje pene-vagina aparece como lo natural, lo normal; de este modo, la penetración es la forma sexual por excelencia.

Así vemos, así deseamos, así nos vestimos, así actuamos en la vida diaria, así amamos, así pensamos. Así creemos –y nos hacen creer- que debe ser el mundo. Quienes no encajan en este modelo por tener genitales ambiguos, por desear, vivir y/o amar a personas de su mismo sexo, por expresar con el cuerpo otra identidad de género que no es la que prescribe el dogma genital, soportan todo el peso de la sanción no sólo social, también económica, jurídica, cultural y afectiva. La heterosexualidad como forma de sexualidad hegemónica se sostiene a partir de rígidos binarismos de género.

Este régimen sexual se denomina heteronormatividad. Es decir, la heterosexualidad no es algo que existe originariamente en los seres humanos, sino que es el conjunto de los efectos producidos en cuerpos, comportamientos y relaciones sociales, debido al despliegue de una compleja –y omnipresente- tecnología política; aunque se lo disfrace de mandato divino o necesario destino biológico.

La heteronormatividad comprende las instituciones, estructuras de comprensión y orientaciones prácticas que hacen que la heterosexualidad parezca coherente-es decir, organizada como sexualidad- y que sea privilegiada. Su privilegio adopta varias formas: pasa desapercibida como lenguaje básico sobre aspectos sociales y personales; se la percibe como un estado natural; también se proyecta como un logro ideal o moral. Consiste en una sensación de corrección tácita e invisible expresada en las prácticas y en las instituciones, que habilita y clausura formas de existencia, formas de vida.La sexualidad, entonces, es típicamente presentada como sinónimo de la reproducción heterosexual. Las políticas sociales contribuyen a la negación de los derechos civiles de lesbianas, gays, travestis y trans. Se vuelve natural el derecho de tener acceso a beneficios materiales siendo heterosexual, en tanto las relaciones de lesbianas y gays, desde el nacimiento de sus hijos/as a su última voluntad y testamento, son socialmente descartables. La heteronormatividad se convierte así en sinónimo del aparato del Estado.

En este contexto, es importante destacar que la heterosexualidad como régimen sexo-político tiene una historicidad. La heterosexualidad y homosexualidad son invenciones de la ciencia de fines del siglo XIX, que establecieron los criterios de normalidad y lo patológico, como forma de gestionar y administrar la sexualidad y la reproducción para dar soporte al desarrollo del capitalismo y a la ascendencia de la burguesía. Se catalogaron ciertos tipos de sexos como inteligibles, en tanto otros tipos fueron relegados al dominio de lo impensable y de lo moralmente reprensible. La modernidad construyó la homosexualidad como la sexualidad secreta por excelencia.

Cada identidad disidente que produce este régimen heteronormativo: lesbianas, gays, travestis, trans, intersex, bisexuales, y sus múltiples expresiones al interior de cada una, es sometida a diferentes formas de violencia y exclusión. Son placeres imposibles de subordinar pero que son sancionados con algún tipo de punición.

Sobre las lesbianas pesa la ignorancia social acerca de nuestra existencia. La identidad lesbiana se desarrolla en contextos hostiles y represivos, de violencia material y simbólica. De este modo, esta identidad es desautorizada, silenciada, relegada al status de un objeto mudo del discurso.

A partir de esa política de la invisibilización, en nuestra socialización como lesbianas aprendemos a ocultar, a esconder significados, a disfrazar prácticas y miradas para que no aparezcan como aquellas que se perciben como inaceptables.

Establecemos una relación con “el closet”, el armario, ese lugar de vergüenza, miedo y encierro en el que aprendemos a vivir el placer y el deseo. Por eso, salir del closet, quedarse en él, o hacer salir a otros/as es siempre una decisión momentánea e inacabada. El supuesto universal acerca de que todo el mundo es heterosexual no requiere que los y las heterosexuales piensen sobre el yo y su relación con los/as otros/as en estos términos (de hecho, los/as heterosexuales raramente se preguntarán ¿por qué soy heterosexual?).

La ley del silencio impone aprender a vivir afectos y placeres al margen de toda posible articulación de sentido, dado que las iniciativas para el acceso a la legitimidad pública del ser lesbiana, no es que no hayan existido sino que han sido desestimadas como irrelevantes, aplastadas, consideradas como minoritarias o particulares. De esta manera, como las realidades lésbicas son censuradas o ignoradas, conducen a una invisibilidad institucionalizada.

También el ocultamiento de esta sexualidad se produce por un colapso del lesbianismo en “la homosexualidad”, un término que no alude a las lesbianas porque continúa desexualizando nuestra realidad, haciéndola dependiente de las concepciones masculinas de orden falocéntrico (así, muchas lesbianas “eligen” enmarcarse en la categoría de “mujeres gays”).

En este contexto de silenciamiento y ocultamiento, que se presenta como des-conocimiento- el secreto, la vergüenza y el temor son el pan de cada día. También, la desvalorización y el ostracismo social.

La privatización de la sexualidad es la forma más insidiosa e influyente a la hora de justificar el “closet”, el armario. ¿Por qué tenés que decirlo? ¿Por qué tenés que andar mostrándote? Un proceso de confinamiento en la esfera privada de las manifestaciones “desviadas” de la norma se produce constantemente. Esta compulsión a callar supone una abyección, una expulsión radical del espacio de la humanidad legítima.

No obstante ello, esto no es un llamado a la inclusión ni a la tolerancia, porque ambas suponen formas asimétricas de poder y la estabilidad del orden sexual establecido. La inclusión confirma que la aceptación del otro/a presupone construirlo previamente como alguien ilegítimo.

Podemos decir que no se trata entonces sólo de violencia de género, sino del género como violencia, en tanto su construcción e implantación social de lo femenino y lo masculino, se produce por medio de un ejercicio micropolítico de violencia continuo, silencioso, que vigila cuerpos, deseos, placeres y afectos –y lo peor de todo, no sólo sin que nos demos cuenta sino con nuestra involuntaria colaboración-.

Pero no se trata sólo de denunciar y revelar los discursos de imposición de sentido del poder normalizador, sino que hay que descubrir y activar críticamente lo que se resiste, esa potencialidad discordante de las entrelíneas más rebeldes de los actos y sucesos cotidianos. En este sentido, hay que comenzar a escuchar esas voces, susurros y experiencias que hablan en y de los márgenes, que ejercitan prácticas de producción de formas de placer-saber alternativas a la sexualidad moderna y que desorganizan, en el día a día, las máquinas binarias que producen las representaciones hegemónicas.

Es prioritario para toda lucha política, como mujeres, feministas, disidentes sexuales, trabajadoras/es, repensar los términos mediante los cuales hacemos inteligible los cuerpos, imaginar otras modalidades de erotismo no reproductivo, desorganizar el cuerpo tal como es pensado por modelos prescriptivos, trazar otras economías del afecto y prácticas del deseo, explorar el ejercicio del erotismo como una práctica subjetiva que posibilita el cuestionamiento y como “placer sin utilidad”.

De este modo, una estrategia de subversión de sentido es apropiarse de la injuria, en tanto que marca repetible de denigración y exclusión. Nos escucharán nombrarnos como tortilleras, tortas, trolas, marcas que definen un espacio no habitable y portan la carga de la violencia y la discriminación ejercida por la sociedad heterosexual contra nosotras; pero la pronunciación del término en primera persona pasa a ser un signo de identificación colectiva y de afirmación comunitaria. Su significado se transforma de manera radical en nuestros cuerpos que los enuncian.La fuerza de la violencia es reapropiada y desplazada hacia la construcción de un espacio vivible para nuestras vidas.

“No queremos su compasión, queremos la revolución”.

* Texto preparado para:"II Encuentro Regional por la No Violencia contra las Mujeres y Niñas"

Jornada de Reflexión y Debate

Viernes 23 de Noviembre 2007- U.N.C.

fugitivas del desierto – lesbianas feministas neuquén

3 comentarios:

gabrielaa. dijo...

excelente texto, tortas pendencieras de mi corazón!

Anónimo dijo...

excelente, fugitivas. Excelente y maravilloso, como siempre! El texto de uds. refleja con precisión una de las más poderosas maquinarias de la violencia, violencia que -en mi opinión a veces un poco torpina- se deposita (prefiero sin demasiada reflexión este término a "se ejerce", aunque estoy indecisa sobre la mejor pertinencia de uno u otro, es decir, sobre el sentido de la volición en todo esto) sobre las lesbianas así como multitudes de personas que no se resignan a las imposiciones de la heteropatriarcalidad compulsiva.

saludos combativos como siempre

Anónimo dijo...

Muy buen texto!
Hagamos justicia por las mujeres que ya no pueden hablar y por nosotras mismas porque la violencia esta doblando cada esquina.
Bsos!